Dienstag, 12. Juli 2011

Cuento indigenista- Suicidio como solución

Me despertaba por las mañanas por el ruido que causaban los soldados al vestirse. Mi padre era el general de un grupo de soldados que había armado su base cerca de un pequeño pueblo en los andes. Yo, un chiquillo de apenas 7 años, curioso como ningún otro, estaba orgulloso del trabajo de mi papá. Mi papá, un señor fuerte, pero de genio pesado era la persona que yo más admiraba. Podía pasarme horas escondido detrás de cajas llenas de alimentos, escuchando lo que la fuerte tropa tenía planeado por realizar al siguiente día. Sabía que algún día yo iba a estar en el lugar de mi padre, con el uniforme intacto y las botas lustradas, yo iba a ser la persona que tendría el poder sobre otros.

Un buen día desperté como toda la vida. El sonido de miles de botas caminando por el piso de cemento. Mi madre me vistió y juntos fuimos al pueblito. Mientras ella fue a recoger unas especias, yo me quedé sentado en la vereda, jugando con algunas pocas canicas. Vi de repente un niño de mi misma edad, pateando una piedra por la calle. De pronto una canica se me fue rodando. Para recogerla tuve que acercarme al indiecito que ahora ya había pausado su entretenimiento y se quedó viéndome como si fuera un extraterrestre. Inocentemente, ignorando las advertencias de mi señor padre, decidí saludarlo. A la hora que mi madre salió de la tiendecita, el indio y yo ya nos habíamos hecho amigos, combinamos nuestros juguetes y nos reíamos sin preocupaciones.

Mi madre, al ver mi nueva amistad, aceleró su paso, y, casi corriendo vino a jalarme del brazo, alejándome de mi nuevo amigo. Hasta mis canicas tuve que dejar. Sentía un fuerte dolor en mi pecho, había perdido mi primer y único amigo. Con lágrimas en los ojos y moco en la nariz me regresé al campamento de los soldados. Mientras mi madre preparaba alimento insípido para mi padre y algunos soldados, tuve que recibir una lección tras otra, no dejaba de renegar. Poco antes de que me mande a lavarme la cara, me dio una fuerte cachetada, mandándome a nunca volver a hablarle a un indio.

Pensé que ese día fue lo peor, pero aún no sabía que mi pesadilla estaba por empezar. Esta vez me desperté por la fuerte voz de mi padre que llamaba a mi madre. Josefina, acá te traje una chola. Los nuevos esclavos de mis padres eran mi amigo Paco y su madre. Me tardé muy poco tiempo en darme cuenta que Paco sería mi propio sirviente, y su madre pronto sería no solo la esclava, sino también la prostituta del ejercito.

Día tras día era testigo del abuso del que una vez había sido mi único amigo. Su madre era tratada como un animal por el ejército y mi padre. Comencé a depreciar al señor que tanto había admirado. Habían pasado meses de sufrimiento, no solo para los indiecitos, pero también para mí, cuando Paco y su madre entraron al comedor. La imagen de las dos criaturas sucias, con heridas, de cabellos grasosos y despeinados, era aterradora.

Lo que pasó en los últimos minutos de la vida de mi amigo, pareció pasar en segundos. La madre de Paco le gritó a mi padre, que ella no era un animal, que era un ser humano, cuánto odiaba a mis padres y que despreciaba cada una de sus acciones. Sin pensarlo más cogió un rifle que le había robado a uno de los soldados, disparó a Paco en la cabeza y segundos después se quitó la vida también. Había sido gente inocente, que murió por culpa de las bestias que eran mis padres.